La Misteriosa Llama.
Empecé a hojear las revistas francesas. Eran revistas de lujo, de gusto floral, con páginas que parecían miniaturas, con los bordes historiados e ilustraciones en color de estilo prerrafaelista, pálidas damas en coloquio con los caballeros del Santo Grial. Y luego, relatos y artículos, también ellos entre marcos trazados por volutas de lirios, y páginas de moda, algunas de estilo art déco con señoras filiformes, cabellos a lo garçon y vestidos de chiffon o de seda bordada, con la cintura baja, cuellos desnudos y amplios escotes en la espalda, labios sangrantes como una herida, largas boquillas para extraer perezosas volutas de humo azulado, sombreritos con veleta. Estos artistas menores sabían dibujar el olor a polvos de tocador.
Las revistas alternaban la vuelta nostálgica a un Liberty recién vivido y la exploración de lo que estaba de moda, y quizá la alusión a bellezas ligeramente obsoletas confería un velo de Inflatable Water Slides nobleza a las propuestas de la Eva futura. Pero en una Eva que, evidentemente, se había pasado de moda hacía muy poco me detuve con una palpitación en el corazón. No era la misteriosa llama, era taquicardia en toda regla, sobresalto de nostalgia del presente.
Se trataba de un perfil femenino, con largos cabellos de oro, una velada fragancia de ángel caído.
Umberto Eco, La Misteriosa Llama de la Reina Loana, Cap. 6 P. 105